domingo, 23 de agosto de 2015

El expediente secreto de la muerte del Príncipe de Asturias

El pánico a los coches de don Alfonso de Borbón tras el fallecimiento de su hermano Gonzalo no fue suficiente para evitar subirse con Mildred Gaydon a aquel Sedán que supondría su fin

Por José María Zavala, historiador. 

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El expediente secreto de la muerte del Príncipe de Asturias
La hemofilia causó estragos en la familia de Alfonso XIII
Jamás olvidaré la primera y última vez que vi a Brandon Killmon en Miami. Nada más aterrizar en el aeropuerto internacional, procedente de Madrid, le telefoneé desde mi habitación en el estratégico hotel Wyndham Miami Airport, situado en la ribera del río Miami, a sólo seis kilómetros del centro de la ciudad.
Había quedado con él mientras preparaba mi libro «La maldición de los Borbones» (Plaza & Janés). A juzgar por su voz cavernosa y por el hecho de que hubiese presenciado la terrible agonía del príncipe de Asturias Alfonso de Borbón y Battenberg, primogénito del rey Alfonso XIII, calculé que el señor Killmon debía de tener alrededor de noventa años.
Gracias a él, pude acceder a la insólita declaración de Mildred Gaydon, la cigarrera del club nocturno que acompañó al príncipe de Asturias en la madrugada del 8 de septiembre de 1938, horas antes de que don Alfonso falleciera desangrado en el hospital como consecuencia de la hemofilia que padecía. La declaración era muy extensa; ocupaba casi veinte folios mecanografiados a doble espacio, en cada uno de los cuales podía distinguirse, en la parte superior, el membrete de la Jefatura de Policía de Miami.
Un coche «muy viejo»
Mildred Gaydon le suplicó al príncipe aquella noche que la llevara a tomar unas copas en Miami Beach. Él no quería viajar en coche. Tenía verdadero pánico a que le ocurriera lo mismo que a su hermano Gonzalo cuatro años antes, desangrado a causa de la hemofilia tras un leve accidente de automóvil mientras pasaba las vacaciones con su padre, el rey, en Austria.
Finalmente, la pareja subió al sedán del príncipe. Era un coche muy viejo. Killmon recordaba que cuando lo inspeccionaron se sorprendieron de que aquel vehículo, con el motor tan descuidado que tenía, hubiera podido arrancar. Había algún manguito suelto y estaba negro como el alquitrán. La carrocería mostraba abolladuras por todas partes, y en los neumáticos apenas se distinguía el dibujo. Desde luego, aquél no era el coche digno de un príncipe.
Fueron hasta Cayo Largo, al «drive-in» de Mac, donde conocían a Mildred Gaydon. Allí tomaron una copa sin necesidad de bajar del coche, que permaneció aparcado junto a varios vehículos con otras parejas en su interior. Bajo un cielo estrellado, con música de radio y risas de fondo, Alfonso de Borbón se sinceró con su único paño de lágrimas, mientras algunas muchachas ligeras de ropa servían bebidas a los automovilistas. «Tendría que odiarla... Tendría que odiarla», repitió entre trago y trago de whisky. Se refería a su madre: «Ella nos trajo de Inglaterra la enfermedad», maldijo. Pero enseguida se arrepintió: «¿Quién puede odiar a su propia madre? Hace dos años, en Nueva York, sentada junto a mi cama, lloraba. Hay que compadecerla; ella no sabía lo que tenía. Cuando se casó, no sabía nada», aseguró. Pero ella sí lo sabía, y Alfonso XIII también, como ya vimos en un enigma anterior.
Acto seguido, le pidió que le dejara conducir el vehículo. Ella se resistió, repitiéndole que estaba temblando y que así no podía sostener el volante con firmeza. Pero ella tampoco estaba en condiciones de conducir; temblaba y gotas de sudor frío le resbalaban por la frente, nublándole la vista. Muy despacio tomó la carretera de Miami. Conducía con miedo, sin atreverse a levantar una mano del volante para frotarse los ojos. Pero cuando el automóvil enfiló minutos después el bulevar Byscaine, la muchacha se desvió ligeramente a la derecha y el coche acabó empotrándose contra un poste telefónico.
Avisado por un testigo, Killmon acudió al lugar del siniestro. Vio a don Alfonso inconsciente. A su lado, Mildred lloraba como jamás había visto hacerlo a nadie. La pareja estaba junto a un hombre que portaba un maletín de primeros auxilios: «Soy médico y estoy aquí por casualidad», advirtió al policía. Era el doctor Cooper, que conocía ya el historial médico del paciente. Mientras sacaban al príncipe del coche, el médico no dejaba de presionarle las arterias con la mano. Cuando uno de los camilleros de la ambulancia le cogió las piernas, don Alfonso dejó escapar un grito de dolor. El doctor se apresuró a reconocer su pierna derecha. En cuanto la vio, cerró instintivamente los ojos, apretándolos en un gesto de gran consternación: el príncipe tenía una fractura con una hemorragia interna que iba extendiéndose como si hubiesen derramado agua sobre un mantel. El destino acababa de condenarle a muerte con la misma crueldad e indiferencia con que le hizo pasar con infinita más pena que gloria por este mundo.
Una alternativa peor
De no haber perecido desangrado, el príncipe lo hubiera hecho contagiado de sida. El hematólogo Alfonso Elósegui, hijo del médico personal del príncipe, me reveló la insólita verdad 75 años después: «En caso de que don Alfonso hubiera seguido viviendo con los nuevos tratamientos del factor 8 sintetizado para la hemofilia, habría fallecido de sida. Todos los pacientes que teníamos en el Instituto de Hematología murieron contagiados. La causa no la supimos hasta que eso sucedió. Y era muy sencilla: tras realizar grandes concentraciones de plasma en el interior de barreños, extraíamos el factor 8 para inyectárselo a los pacientes sin saber que la sangre estaba infectada de sida y que con un solo gramo de ésta se contagiaba un bidón entero. Entonces, era una enfermedad desconocida. Por eso todos los hemofílicos españoles que se pusieron el factor 8 fallecieron, sin excepción, a causa de ella».

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